Retrato del artista precoz
MARTÍN ADÁN TENÍA VEINTE AÑOS CUANDO PUBLICÓ EN 1928 LA CASA DE CARTÓN. OCHENTA AÑOS DESPUÉS EL LIBRO SIGUE DESLUMBRANDO POR SU INSÓLITA APUESTA VANGUARDISTA Y ES ALGO ASÍ COMO UN RARA AVIS DE NUESTRAS LETRAS. EN LAS SIGUIENTES PÁGINAS UN HOMENAJE A MARTÍN ADÁN, UN AUTOR DE CULTO, DE QUIEN EN OCTUBRE PRÓXIMO SE CELEBRARÁN CIEN AÑOS DE SU NACIMIENTO.
Por Peter Elmore
Breve y ágil obra maestra, La casa de cartón es un libro singular en la literatura peruana y en la bibliografía de su propio autor. Tenía veinte años Martín Adán cuando, a fines de 1928, publicó su insólita y brillante novela vanguardista. Al texto de esa primera edición lo flanqueaban, cordiales y entusiastas, un prólogo de Luis Alberto Sánchez y un colofón de José Carlos Mariátegui. Fiel al ánimo contestatario y los modales provocadores de la vanguardia artística, el joven creador no quiso creerse consagrado y, más bien, prefirió pensar que su primera aventura impresa era un ejercicio marginal y fallido: "Este ejemplar clandestino de una edición malograda" es la fórmula que Adán repitió en todas las copias dedicadas del volumen.
"Ya ha principiado el invierno en Barranco", señala la oración que abre La casa de cartón. Al comienzo del relato, la indicación de tiempo y lugar nos sitúa en las coordenadas de un narrador-personaje que, como un yo lírico, habla en presente. En el lindero entre las vacaciones y el año escolar, el narrador -que se desdobla y se dirige a sí mismo en segunda persona- fantasea con el escape a un sitio que esté más allá del calendario: "Y tú no quieres que sea verano, sino invierno de vacaciones, chiquito y débil, sin colegio y sin calor". El protagonista adolescente quiere excluirse tanto del ocio reglamentario como de la disciplina impuesta: su intención es refugiarse en un lugar imaginario y propio. Ese repliegue en la subjetividad -en una subjetividad anárquica y proteica, desdeñosa de los convencionalismos- es la matriz del espectáculo textual que se despliega, luminosamente, en La casa de cartón.
LA COMEDIA DEL BALNEARIO
Una galería variopinta e internacional de personajes desfila por el escenario versátil de la escritura, exhibida por un irreverente maestro de ceremonias. Agentes viajeros ingleses, profesores germánicos y turistas anglosajonas, así como viejas beatas vernáculas, trabajadores domésticos y bañistas de diversas generaciones se convierten en el reparto excéntrico de una exuberante comedia urbana (o, para ser más preciso, suburbana). La realidad social se destila y enrarece hasta el punto de asimilarse al orbe autónomo de la creación verbal, que se rige por sus propias reglas. Por lo pronto, lo humano se deshumaniza mientras que, en simétrico contraste, los objetos cobran vida. Así, la fotógrafa Annie Doll ( "doll", por cierto, significa "muñeca") le hace honor a sus señas y, de hecho, parece una ilustración de su apellido: "Se apretaba un botón, y Miss Annie Doll arrojaba afuera el cuerpo y las gafas amarillas". Inversamente, los postes de alumbrado cobran, por los buenos oficios de la metáfora, forma de personas: "De noche se echan a andar los postes. Yo he reconocido en una calle alejadísima a un poste que se pasa el día entero parado a la puerta de mi casa, con el sombrero en la mano, tieso, absorto, como callando un dolor de riñones o haciendo sumas con la cabeza". La única novela de Adán le está dedicada a José María Eguren, el fundador de nuestra tradición moderna, y ese gesto de homenaje cariñoso a otro barranquino es también el reconocimiento de un linaje: la imaginería lúdica y el aura de aparente puerilidad que distinguen a estos pasajes de La casa de cartón se emparentan, aunque en una clave que no es la del ensueño lírico ni la de la fantasmagoría gótica, con la poesía del autor de La canción de las figuras.
En las páginas de La casa de cartón, al Barranco de los años 20 lo reinventa una conciencia artística que prefiere la transfiguración poética a la precisión mimética: gracias a un tratamiento a la vez humorístico y alucinatorio, Adán le imprime una fisonomía nueva y extraña al balneario próspero de los tiempos del Oncenio leguiísta (en esos años, de 1919 a 1930, se impulsó con brío y pocos escrúpulos la modernización de Lima, que había comenzado ya a principios del siglo XX). La expansión urbana -motivo de especulaciones inmobiliarias y de entusiasmos cívicos- era un fenómeno novedoso en Lima, que por 250 años se había circunscrito a sus antiguos límites. El narrador-protagonista no se deja impresionar por los cambios, de los que da cuenta con diestra plasticidad: "Y, al salir del campo, limitado por urbanizaciones, advierto que el campo está en el cielo: un rebaño de nubes gordas, vellonosísimas, con premios de Exposición, trisca en un cielo verde. Y esto lo veo de lejos, tan de lejos, que me meto en cama a sudar colores". La distancia afectiva, intelectual y existencial del narrador es, sin duda, un síntoma de rebeldía generacional. Es también una marca de disidencia estética y moral: el artista en ciernes no comparte la complacencia consumista de los beneficiarios del Oncenio, pero tampoco se identifica con la nostalgia criolla y populista que tiene su expresión más obvia en las crónicas de Una Lima que se va, de José Gálvez.
LA AMISTAD Y LA POESÍA
La casa de cartón adelgaza al mínimo la trama y no satura de biografía a los personajes que nombra, pero bastan los indicios que disemina el narrador para que los lectores reconozcan una historia. El colegial que vuelve a la rutina académica pasa revista a su entorno, evoca temporadas idas y, sobre todo, convoca el recuerdo del amigo difunto, Ramón, que lo inició -pese a no haber pasado él mismo la estación del aprendizaje- en la experiencia de la poesía. No hay, sin embargo, patetismo ni dolor en La casa de cartón. En una novela cuyos personajes no simulan ser de carne y hueso, la muerte es menos una desgracia que uno de los modos de la ausencia: "Yo sueño con una iconografía de Ramón, que me permitiera recordarlo a él, tan plástico, tan espacial, plásticamente, espacialmente". Incorpóreo y sutil, el objeto de la evocación es un holograma: su sustancia, como la de los demás personajes y presencias que pueblan la novela de Adán, es la de la imagen. También el paisaje urbano tiende a existir como una representación visual, inestable e inasible: "Y la ciudad es una oleografía que contemplamos sumergida en agua: las ondas se llevan las cosas y alteran la disposición de los planos". El narrador de La casa de cartón ha educado la vista -sensible al movimiento y los detalles- en el cine: a esa tecnología moderna de la mirada aluden los efectos ópticos ("todo es así -temblante, oscuro- como en pantalla de cinema") y, con frecuencia, la lógica de la composición ("En el tranvía. Las siete y media de la mañana. Un asomo de sol bajo las cortinillas bajas. Humo de tabaco. Una vieja erecta. Dos curas mal afeitados. Dos horteras. Cuatro mecanógrafas.."). En el relato de Adán, Barranco es un lugar híbrido, en tránsito, donde se encuentran y combinan impulsos contrarios. Ese espacio abigarrado se anima con la dialéctica fricción entre lo estático y lo dinámico, entre lo viejo y lo nuevo, propiciando visiones que son, simultáneamente, eufóricas e irónicas: "El rosario va en el seno y no suena. A las doce del día, cae el sol líquido y a plomo como un aguazo amarillo de carnaval antiguo. Los tranvías pasan su cargamento de sombreros. Ay, el viento, qué alegría en este mar de la seriedad. ¡Se inflan todas las Crónicas y Comercios, tanto que uno teme una retromarcha del carro, casi un vuelo sesgado sobre los rieles y los postes! Una garita se pone a salvo de un brinco". La prosa elástica y flexible de Adán se rige por una experiencia perspicaz de la temporalidad: con exacta agudeza, el escritor registra desde la aceleración extrema (como en el raudo viaje mental a París de Manuel, uno de los amigos del narrador) hasta la vivencia de la lentitud ("La tarde proviene de esta mula pasilarga, tordilla, despaciosa"). La modernidad, escribe Octavio Paz en Los hijos del limo, se funda en el tiempo y sus cambios: bajo esa luz, La casa de cartón es, sin lugar a dudas, la obra de un artista radical y lúcidamente moderno. Son treinta y siete las piezas -viñetas, cuadros, escenas y el espléndido "Poemas Underwood", próximo en temple y textura a Cinco metros de poemas, de Carlos Oquendo de Amat- que componen La casa de cartón, armándola de acuerdo a una arquitectura flexible y ligera, casi aleatoria. El orden del relato no es lineal (una carreta, se dice en uno de los primeros cuadros del texto, sigue un camino "recto hasta la imbecilidad"). Los fragmentos de la obra se articulan en una estructura holgada y múltiple que hace de la única novela de Adán un laberinto amable, donde el juego de la lectura se orienta en direcciones inesperadas. Aventura de la imagen y artefacto de la palabra, La casa de cartón sigue siendo, a ochenta años de su publicación, uno de los libros más audaces y renovadores de la literatura peruana.
Cubierta de la primera edición de La casa de cartón. Lima: Impresiones y Encuadernaciones, "Perú", 1928. Fuente: Colección Martín Adán de la PUCP.
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