Mi biblioteca, ese animal fantástico que sostiene mi vida
Alberto Manguel*.
Escritor
Durante los últimos siete años he vivido en una vieja casa de piedra parroquial en Francia, al sur del valle del Loira, en un pueblo de no más de 10 casas. Elegí este lugar porque al lado de la casa del siglo XV había un granero suficientemente grande como para poner mi biblioteca de unos 30 mil volúmenes, una colección de más de seis décadas itinerantes. Sabía que cuando los libros encontraran su lugar, yo encontraría el mío.
Mi biblioteca no es una bestia única, está compuesta por muchas otras; es un animal fantástico hecho de las diversas bibliotecas armadas y luego abandonadas una y otra vez en el transcurso de mi vida.
Uno de mis primeros recuerdos -debo haber tenido dos o tres años- es de una repisa llena de libros que había en la pared, sobre mi cama con baranda, de la que mi niñera escogía una historia para dormirme. Esa fue mi primera biblioteca; cuando un año después o más aprendí a leer, el estante pasó a estar más seguro en el piso y se transformó en mi reino privado.
Esa primera biblioteca estaba en una casa en Tel Aviv, cuando mi padre era embajador de Argentina; la siguiente creció en Buenos Aires durante mi adolescencia.
Dejé mis libros cuando me fui a Europa en 1969, apenas antes de la dictadura militar. Tenía 21 años y quería ver el mundo que conocí a través de la lectura. Mis libros, pensé, me esperarán en la casa de mis padres hasta el día en que regrese. No podía imaginarme que, de haberme quedado, como muchos de mis amigos, habría tenido que destruir mi biblioteca por temor a la policía.
En cada lugar que me quedé nació una biblioteca naturalmente. En París y en Londres, en el calor húmedo de Tahití donde trabajé como editor durante cinco largos años (mi Melville todavía muestra las marcas de los hongos de la Polinesia), en Toronto y en Calgary, coleccioné libros; y cuando llegaba el momento de partir los embalaba en cajas para que pudieran esperar pacientemente en esos espacios, como verdaderas tumbas, que llegara el momento incierto de la resurrección. Y siempre me preguntaba cómo sucedió esta acumulación de tinta y papel que una vez más cubriría mis paredes como la hiedra.
La biblioteca como es hoy alberga los remanentes de todas las anteriores, inclusive los cuentos de hadas de los hermanos Grimm en dos tomos, impresos en letra gótica. Hay unos pocos libros que cualquier bibliófilo serio valoraría: una Biblia del siglo XIII, una media docena de libros de artistas contemporáneos, algunas primeras ediciones y ejemplares firmados. Pero no tengo ni los fondos ni el conocimiento para transformarme en un coleccionista profesional.
A diferencia de una biblioteca pública, la mía no necesita códigos que otros lectores tengan que comprender, y la he ordenado de acuerdo con mis propios requerimientos y prejuicios. Su geografía está regida por una lógica estrafalaria.
No presto los libros. Si quiero que alguien lea, compro un ejemplar y se lo regalo. Prestar un libro es incitar al robo.
Ahora, después de que cumplí 60, tiendo a buscar el placer de leer los libros que ya leí en vez de descubrir otros. Vuelvo a visitar viejos conocidos que no me van a distraer con sorpresas superficiales. Nos conocemos, esos libros y yo, y podemos tomarnos todo el tiempo para la historia que se desarrolla.
Igual que todas las bibliotecas, la mía terminará por exceder el espacio asignado. Apenas a siete años de armarla, ya se ha expandido al cuerpo principal de la casa, que tenía la esperanza de que tuviera paredes sin estantes.
Hay un cuento de Julio Cortázar, "Casa tomada", en el que un hombre y su hermana se ven obligados a mudarse de habitación en habitación a medida que algo innombrable va ocupando centímetro a centímetro toda la casa, hasta que finalmente terminan en la calle.
Adivino el día en que mis libros, como invasores, terminen con su conquista gradual. Me confinarán al jardín, pero me temo que inclusive ese lugar no escape a la sedienta ambición de mi biblioteca.
* Alberto Manguel es jurado del Premio Clarín de Novela.
Copyright Clarín y The New York Times, 2008. Traducción de Cecilia Benítez.
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